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Primera parada: Singapur

Mi profunda ignorancia sobre nuestro primer destino potencia mi asombro a cada paso en esta futurista ciudad-estado que parece salida de la imaginación de Huxley.


Unas pantallas con emoticonos que van de lo más sonriente a lo enfadado te instan a valorar la calidad de las instalaciones y el servicio en cada rincón del aeropuerto, desde el baño hasta la cola de migración.


Prada, Chanel y Ferrari pueblan Orchard Road, la “Quinta Avenida” singapurense. No puedo estar menos interesada en los lujos que ofrece esta carísima excolonia inglesa, que pone en riesgo la estabilidad económica de nuestro apretado presupuesto de 60 dólares al día por cabeza.


Pero sí llaman nuestra atención los imposibles rascacielos, las geométricas formas de la universidad La Salle, el pulcro y eficiente sistema de transporte público, los laberínticos jardines de Gardens by the Bay.


En este último pasamos gran parte del día, maravilladas por unas estructuras cubiertas de plantas que te transportan a los mundos de Avatar.

Saboreamos cada gota de un cocktail en lo alto de Marina Bay Sands, un complejo de tres rascacielos conectados por una gigantesca plataforma que simula ser un barco flotando a más de 200 metros de altura.


Sí, la vista es espectacular, pero sigue faltándole sabor a esta terraza abarrotada de turistas donde la carta ofrece una botella de champán de 10.000 dólares.


Mejor descender hasta el mundo terrenal, colarse en las callejuelas de Chinatown y dejarse sorprender por las delicias que ofrece el mercado de Maxwell.


Nuestro “chicken rice” no está de estrella, pero qué importa, estamos rodeadas de frutas desconocidas, de platillos incomprensibles, de gente nueva por descubrir. Con una Tiger fresquita en la mano y seis meses por delante para recorrer Asia, el viaje ha comenzado.

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