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Sri Lanka: un viaje al ritmo de otros tiempos

El tren del Sri Lanka Railways estaba a punto de echar a andar cuando, después de dos tuk-tuks y un accidentado trayecto en autobús por las ajetreadas calles de Colombo, logramos subirnos a sus viejos vagones en dirección a Galle. Unas cuantas manos de pintura parecen el único mantenimiento que ha recibido este ferrocarril desde que los colonos británicos lo pusieran en marcha en 1864 para transportar su preciado té.


Los raíles bordean la costa las dos horas de recorrido entre la capital del antiguo Ceilán y la ciudad amurallada de Galle, así que la brisa del Índico se cuela por las ventanas mientras un pasajero insiste en que me desvíe de mi camino y vaya a comer con su familia. Declino la amable oferta, que se repetirá innumerables veces a lo largo de mi viaje por la isla. El ceilandés todavía ve con inmensa sorpresa a los extranjeros y los agasaja como quien da la bienvenida a un pariente lejano.


Foto: Sofía Arredondo

La cruenta guerra entre el gobierno y los independentistas tamiles alejó durante años a los turistas de Sri Lanka, pero, desde que el conflicto finalizara en 2009, el flujo de visitantes ha aumentado hasta quedar a la altura de los atractivos de la isla.


Pocos países en el mundo concentran en tan reducido territorio tantos lugares reconocidos como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO como Sri Lanka, que cuenta con un total de ocho. Entre ellos se encuentra mi primer destino, Galle, cuya gran muralla bañada por aguas turquesas me transporta a San Juan o Cartagena de Indias. Fue levantada en el siglo XVI por los primeros conquistadores portugueses y expandida por los holandeses en el XVIII, cuando la ciudad se convirtió en un importante puerto comercial.


El olor a especias, vainilla o té recién hecho va endulzando el camino entre estrechas calles empedradas donde vendedores en bicicleta ofrecen cocos frescos, mujeres envueltas en coloridos saris esquivan los omnipresentes tuk-tuks y niños uniformados de impecable blanco desfilan a la salida del colegio.


Bajo el calor abrasador de marzo, el casco histórico ofrece refugio en sus innumerables tiendas de antigüedades y galerías de arte, en sus antiguas casonas holandesas reconvertidas en cafés, hoteles boutique o elegantes restaurantes con amplios patios interiores.


Sucumbo ante un curry con camarones en salsa de coco en el Spoon’s, un pequeño restaurante camino a la muralla, y cierro el día con un vino blanco en una azotea desde la que disfruto de un atardecer que tiñe de violeta todo lo que encuentra a su paso.


Pero hay que dejar atrás Galle y su encanto colonial para ir a la búsqueda del elefante en un safari por la reserva nacional de Udawalawe, donde la posibilidad de encontrarse frente a frente con el elephas maximus maximus está casi garantizada gracias a la elevada densidad de paquidermos que allí habitan.


El sol apenas está empezando a asomarse cuando cruzamos en un jeep descapotable la carretera que atraviesa el principal lago del parque. Al adentrarnos, nos dan la bienvenida pavos reales, águilas y martines pescadores, pero no pasa ni media hora cuando empezamos a encontrar elefantes allá donde miramos: mientras un macho adulto arranca hojas de un árbol con su trompa, una hembra y su cría beben agua de una laguna.


La escasa vegetación de la zona facilita el avistamiento, que incluye además manadas de búfalos de agua retozándose en el fango para protegerse del sol, cocodrilos que merodean sigilosos en las charcas de agua, monos que se trepan a los jeeps para llevarse comida y hasta un chacal que va persiguiendo a un ciervo.


El leopardo ceilandés no hace acto de presencia, aunque dicen que se le puede ver por estas llanuras de troncos pelados contorsionándose hacia el cielo, en una imagen que parece salida de una pintura surrealista.


Nadie diría que seguimos en el mismo país cuando, un día después, llegamos al puerto de montaña de Ella. Si Udawalawe nos hizo creer que estábamos en la sabana del Serengueti, aquí tupidos bosques y plantaciones de té cubren de verde cada milímetro de las suaves montañas que nos rodean.


Hay quien llega hasta Ella atraído por las fábricas de té que levantaron los ingleses que se refugiaban aquí del soporífero calor de la costa. Otros vienen a realizar caminatas de montaña o simplemente a disfrutar de las vistas desde alguno de los restaurantes del pueblo. Pero yo vengo buscando el que muchos describen como uno de los recorridos en tren más espectaculares del planeta: el que conecta este enclave de montaña con la ciudad de Kandy.


La estación parece congelada en el tiempo con su antiguo sistema de campanas para anunciar la llegada del tren, sus bancas de madera y sus grandes relojes de manillas. Multitudes de locales y turistas esperan en la plataforma mientras el jefe de estación se pasea uniformado de blanco.


La locomotora llega tarde, anunciando que te transporta a la velocidad de otra época. Nos estrujamos como podemos en un vagón de segunda clase, pero por más que buscamos no encontramos ningún asiento libre. Es posible reservar con antelación billetes en primera, donde se puede disfrutar hasta de aire acondicionado, pero como compramos los boletos el día del viaje sólo queda la opción de ir en segunda o tercera, sin asiento asignado.


Logro instalarme en la puerta del tren, con los pies en la escalerilla, y entonces comienza el espectáculo. Rodeamos laderas de montañas tapizadas de plantaciones de té, cruzamos puentes sobre cascadas donde se bañan niños y pasamos a través de largos túneles de piedra. Por momentos, no veo más que helechos en una pared de roca a medio metro de mis pies, pero tras una larga curva, se revela ante mí un paisaje panorámico de extensos campos de cultivo y aldeas cubiertas por una densa bruma.



Vendedores ambulantes recorren el tren, ofreciendo frituras o arroz envuelto en hoja de plátano, familias locales comparten fruta y galletas con los extranjeros y un grupo de estudiantes que subió a mitad de camino se pone a cantar en cingalés. Ha tomado ocho horas completar un trayecto de poco más de 140 kilómetros, pero no me dio tiempo ni de sacar el libro de la mochila.


Nota: Una versión de este texto se publicó originalmente en la edición de diciembre de la revista de viajes Aire: https://www.magzter.com/share/mag/7664/254435



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