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La cueva de la princesa

Un falo tallado en madera de más de un metro de altura te da la bienvenida a la cueva de la princesa. A medida que te vas adentrando los vas encontrando por centenares, apilados en montañas. Unos son falos pequeños, sencillamente tallados en madera, pero otros evocan formas animales, están pintados de colores con elaborados diseños o tienen incrustaciones de cristal.


Los turistas observamos y fotografiamos la cueva entre risas e incredulidad, pero para la gente de Railay es un lugar sagrado donde se venera a la diosa de Phra Nang, a quien los pescadores de la zona traen falos como ofrenda para que ella preserve y proteja su trabajo en el mar.

Aunque resulte impactante para la mirada occidental, en el hinduismo los falos o “lingams” son representaciones simbólicas del dios Shiva, asociado con la fertilidad y la virilidad. Según la leyenda, el espíritu de una princesa india que murió en un naufragio habitó la cueva, aunque otros creen que es el de la mujer de un pescador que desapareció en el mar.


Para llegar hasta aquí hay que atravesar un estrecho paseo flanqueado por los acantilados de piedra caliza que hacen de esta península al suroeste de Tailandia uno de los mejores destinos del mundo para escalar. Algunos parecieran volcanes que entraron en erupción hace miles de años, con borbotones de lava que se solidificó antes de llegar al suelo.


Los monos se trepan y cuelgan de ellos mirándonos con descaro, como retándonos a hacer lo mismo, así que contratamos un guía para escalar la mañana siguiente.


El hombre a quien confiamos nuestras vidas podría ser un hijo perdido de Bob Marley, con largas rastas que rozan sus escuálidas caderas. Llega a la cita con cara de cansado, quejándose entre risas de la resaca que sufre tras una larga noche de cervezas y "batidos de setas". Todos esperamos que solo sea una broma.


Pero cuando llega el momento de la verdad no hay duda de que sabe lo que hace. Desvela el tatuaje en su brazo izquierdo que reza su apodo, “Monkey man”, y sube a lo más alto de la pared de piedra sin arnés ni zapatos en cuestión de segundos para fijar la cuerda que sí necesitamos nosotros, simples principiantes.


Uno a uno vamos subiendo con dificultad el risco, cuya porosidad permite ir adentrando nuestros pies y manos para alcanzar 25 metros de altura sobre el suelo propulsados únicamente por la fuerza de nuestro cuerpo. Con sensación de victoria observamos desde allí la inmensidad del mar, la imponencia de los acantilados, la belleza de las playas de Railay. El dolor extremo que sufriremos mañana en todo el cuerpo valió la pena.


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