top of page

Una casa en el árbol (The Gibbon Experience)

Para dormir en la casa en el árbol más alta del mundo hay que atravesar en barco el norte de Laos por el Mekong durante dos días, fumar un poco de opio con una improvisada pipa de bambú en la parada nocturna a mitad de camino, dormir en un cuchitril en la triste ciudad fronteriza de Huay Xai, resistir a los botes de un jeep por tortuosas carreteras de tierra, caminar una hora entre un tupido bosque tropical y cruzar una red de tirolinas de quince kilómetros.


Para dormir en la casa en el árbol más alta del mundo hay que haberse quitado los miedos y ajustado bien fuerte el arnés a la cintura.

Si ya me he lanzado alguna vez de una tirolina, no lo recuerdo. Me sudan las manos bajo estos guantes blancos que nos obligan a ponernos los guías para evitar posibles quemaduras. Su inglés es tan escaso que las normas de seguridad se explican con señas: mano derecha sobre la pieza que se engancha con un mosquetón al cable de acero, mano izquierda agarrando la cuerda que une con dos nudos esa pieza a mi arnés.


Doy unos pasos hacia adelante para impulsarme por el barranco y cuando la distancia entre el suelo y el cable de acero se hace insalvable estiro las piernas en horizontal para hacer de mi cuerpo una flecha que no haga resistencia contra el viento y tome la mayor velocidad posible. Antes de darme cuenta estoy sobrevolando la reserva natural de Bokeo, donde habita el casi extinto gibón de cresta negra que da nombre a esta aventura: “The Gibbon Experience”.


El proyecto nació en 2004 para luchar contra la destrucción del parque natural debido a la tala ilegal de árboles, la caza indiscriminada y la agricultura, que empujaron al gibón hasta el borde de la desaparición. La idea fue convertir la zona en un atractivo turístico respetuoso con el medio ambiente creando el conjunto de casas en el árbol más altas del mundo, desde los 30 hasta los 60 metros de altura.


Los que antes eran cazadores furtivos o campesinos se convirtieron en los guías que hoy en día conducen a los turistas entre los escarpados senderos de la reserva, explican los diferentes tipos de especies que allí habitan y ayudan a atravesar la extensa red de tirolinas que conecta unas casas con otras.


Sólo son unos segundos, los mejores de todos los segundos, cuando giro la cabeza hacia la derecha y se revela ante mí la jungla infinita, la interminable consecución de montañas entre las que no se adivina una sola construcción, los ruidos bajo mis pies de este bosque vivo en el que coexisten primates, leopardos, tigres y osos, la imponencia de la naturaleza ante mi diminuto cuerpo que avanza a toda velocidad a más de cien metros de altura.


Oprimo con fuerza un rudimentario trozo de neumático contra el cable de acero para ir frenando poco a poco a mi llegada al otro lado del valle, a unos 300 metros de distancia. Al llegar golpeo dos veces el cable para avisar que la vía está libre y entonces siento la adrenalina recorriendo todo mi cuerpo, acelerando mi pulso y respiración. Necesito volver a lanzarme.


Y así lo hacemos hasta que cae la tarde. Cruzamos un bosque de bambú y otras dos largas tirolinas hasta llegar a la que será nuestra casa las próximas dos noches, una construcción de madera a 35 metros de altura erguida sobre las robustas ramas de un “vatica cinerea”, una especie en peligro de extinción.


Agua potable en la cocina y unas colchonetas con gruesos mosquiteros son las únicas comodidades que ofrece la casa. No hace falta nada más. Las vistas sobre la reserva, de la que no se ve el fin, nos regalan un atardecer que parece quemar las montañas ante nosotros. El suelo del baño revela la caída que hay bajo nuestros pies, así que al ducharnos nos quedamos embobados viendo las gotas de agua descender hasta perderse entre las lejanas hojas que cubren el suelo.

Algunos no logran conciliar el sueño entre los gritos salvajes de la ajetreada noche en la jungla, pero yo caigo rendida en cuestión de minutos, arrullada por esa banda sonora de pájaros, monos, ramas desplomándose a decenas de metros de altura. Cuando me despierto, poco antes del amanecer, una espesa bruma se ha instalado sobre la reserva y todo está callado, como durmiendo por fin tras el trabajo nocturno, cuando las arañas, serpientes y ratas de campo salen en busca de alimento.


Pero con los primeros rayos del sol ese escurridizo habitante de la reserva al que vinimos buscando se hace presente: el gibón da la bienvenida al nuevo día con unos gritos que parecieran salidos de una espada de rayos láser de Star Wars, y con esa melodía salta de un árbol a otro, desperezándose, dejándose ver por fin a lo lejos en su bosque reconquistado, en su hábitat natural que los humanos casi destrozamos.

Entradas anteriores:
bottom of page