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Bangkok Distrito Federal

Bangkok me transporta inmediatamente a la ciudad en la que he vivido los últimos tres años. El caos vial que rezuma vida, los puestos de humeante comida callejera, el fuerte contraste entre ricos y pobres. Desde que el tuk-tuk toma una avenida elevada por toscos pilares de concreto me siento como en el segundo piso del periférico del Distrito Federal.


Así que no importa que nos deje en la cuneta de una carretera de cuatro carriles, en plena curva y con dos gigantescas mochilas, porque ya nos sentimos en casa. La que en México sería la calle del centro dedicada a la venta de libros de viejo aquí ofrece todo tipo de estatuas de Buda. Donde allí habría tacos al pastor aquí hay “Pad Thais”. De vuelta a la megalópolis y yo todavía con arena de playa en las sandalias.


Por suerte tengo como guía invisible a un querido amigo chilango que vivió en Bangkok, así que sigo sus recomendaciones al pie de la letra, como buscándolo por los laberínticos callejones de Chinatown.


Llego a pensar que me he perdido en las sinuosas callejuelas de este barrio lleno de sonrisas, donde las caras extranjeras como las nuestras resultan sorprendentes y son respondidas por saludos amigables, no como en los turísticos templos del centro, donde te hablan con ladridos y te guían con palos hacia las taquillas de cobro.


Está oscureciendo y las calles cada vez son más estrechas y por momentos va pareciendo más improbable encontrar aquí el hotel con espectacular terraza desde el que debo ver un atardecer de ensueño. Pero saltas entre los gatos callejeros, cruzas un aparcamiento desierto, giras a la derecha en la calle abarrotada de motores de barco desguazados y finalmente das con el River View Guest House.


La vista es, efectivamente, espectacular, así que cae la primera Singha de la noche contemplando las mansas aguas del Chao Phraya.

Nos saben a poco los días en Bangkok, no alcanzan para buscar a los dragones de Komodo que se asoman al atardecer en el parque Lumphini, para reír con el tradicional espectáculo de marionetas en el Artist House, para comer papaya salad en los puestos callejeros de Thonglor, para beber ron barato en los burdeles de Soi Cowboy, para explorar antiguos vinilos de soul tailandés en Zudrangma Records.


Pero la noche nos lleva siempre de regreso a Chinatown. Las BeerLao pasan como agua en una larga mesa de madera en “El Chiringuito”, un bar con aire hipster que me transporta con su tortilla de patata a mi natal Madrid. Poco a poco se agranda el grupo con el que comparto esta noche, una mezcla de mexicanos y españoles viajeros buscándose en el Sudeste Asiático y de periodistas extranjeros viviendo en Bangkok.


La conversación fluye al mismo ritmo que la cerveza. Entre una y otra pienso que me siento en casa. Que ya no sé dónde está mi casa. Que estoy en casa. Que me gustaría vivir un día en Bangkok. Que no sé dónde viviré el año que viene. Que es posible que ya no vuelva a ser periodista. Que no me importa. Que sólo importa aquí y ahora.



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