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Camboya herida

“No pisar el hueso”, advierte el cartel oxidado. Es un hueso grande. ¿Un fémur?. No lo sé. Está colocado sobre unos restos de ropa ajada y polvorienta, a unos centímetros de mis pies. No es la primera vez en mi vida que veo un hueso humano de cerca, pero la imagen de éste me estremece: tan olvidado, tan sin nombre y a la vez tan expuesto, pegado al camino de este museo de los horrores que son los campos de exterminio de los Jemeres Rojos.


Los turistas los recorremos como sonámbulos, absortos todos en las espeluznantes historias que te va narrando la audioguía que te entregan a la entrada. Vengo acompañada, pero la visita es una experiencia íntima, en la que uno va decidiendo a qué ritmo ir, cuántos relatos de víctimas escuchar o si oír canciones en homenaje a los más de diez mil camboyanos que fueron asesinados y enterrados aquí.


Este hueso que me piden no pisar es sólo uno de los tantos que se encontraron en estas fosas comunes y a la vez ésta es sólo una de las miles que cubrieron de muerte Camboya durante el corto pero devastador régimen de los Jemeres Rojos. Las dimensiones del genocidio me resultan incomprensibles: más de dos millones de personas muertas en menos de cuatro años, una cuarta parte de la población.


En esta mañana soleada las fosas, cubiertas por flores y mariposas revoloteando, se confunden con ondulantes praderas. Pero la audioguía se encarga de ir contándote uno a uno los horrores que vieron estos prados, las atrocidades que se cometieron en nombre de una supuesta revolución del campesinado que en la práctica se convirtió en una bien engranada máquina de matar.


Artistas, médicos, abogados, monjes… cualquiera considerado burgués debía ser exterminado, y determinar quién lo era podía ser tan fácil como que llevara gafas.


La visita me conduce hasta un gran árbol situado frente a las fosas, donde algunos turistas escuchan la explicación con la mirada perdida. De la corteza del árbol emana la crueldad de la que es capaz el ser humano: contra él se golpeaba hasta la muerte a los hijos de los “traidores” a la revolución, una brutal práctica con la que los soldados evitaban gastar caras balas en el exterminio.


Al terminar el recorrido estamos en shock. Nos preguntamos cómo pudo existir un monstruo como los Jemeres Rojos. Y a la vez sabemos que hoy en día, mientras recorremos este museo, mientras viajamos felices por el mundo sin reparar en las noticias, atrocidades similares están sucediendo en Siria o incluso en el país en el que vivía, México, donde las fosas clandestinas son tan comunes como los árboles en las montañas de Guerrero.


Desde la visita no podemos ver a los camboyanos de la misma manera. El régimen de los Jemeres Rojos cayó hace menos de cuarenta años, así que en nuestros paseos por los mercados y calles de Phnom Penh buscamos en la mirada de los más mayores el dolor, el miedo, el rencor, el odio. Pero no encontramos ni rastro de ellos, sino las sonrisas más auténticas, más amplias y honestas que hemos visto hasta ahora en nuestro viaje.



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