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En busca de los hmong de Laos

Me despierta el correteo de las ratas por el techo de metal corrugado. Las oigo correr en todas direcciones, pisando las hojas secas, apoyando sus patitas a escasos metros de nuestras cabezas.


Somos ocho extranjeros durmiendo en unas finas colchonetas sobre el suelo de esta humilde casa de madera y no soy la única que se sobresalta con el sonido de los roedores. Se encienden linternas y oigo susurros. “Están dentro”, dice la pareja que duerme a mi lado. Las oímos pasar cerca de nuestros mosquiteros, merodear entre nuestras maletas y bolsas de basura.


El dueño de la casa en la que nos estamos alojando como parte de un tour para conocer las etnias khmu y hmong de Laos no tarda en levantarse y sale con determinación, imaginamos que a espantar a las ratas, porque escuchamos unos disparos y el sonido cesa. Finalmente logro volver a dormirme y a la mañana siguiente me despierto con la sensación de que sólo fue un mal sueño.


Pero al bajar a encontrarme con el resto del grupo para desayunar las veo frente a mí, asándose sobre el fuego de la leña en la cocina: dos ratas grandes, boca arriba, rostizadas, apuntando hacia nosotros con su larga cola achicharrada. Serán el almuerzo de la familia.

Es temporada seca y los campos de cultivo todavía no ofrecen las frutas y verduras de las que se alimentan estas remotas aldeas al noreste de Luang Prabang, así que el menú diario se reduce a caldos de bambú, arroz y serpientes o ratas de campo cazadas con rudimentarios fusiles en los montes que las rodean.


Llegamos hasta aquí atraídos por conocer a los hmong, una etnia de origen chino que combatió junto a Estados Unidos de forma clandestina en la guerra de Vietnam. Cuando la potencia se retiró de Saigón y el comunista Partido Popular Revolucionario de Laos se hizo con el poder en 1975, los hmong fueron perseguidos y masacrados por su “traición”.


Pero la presión que sigue ejerciendo el gobierno para silenciar el conflicto y los ataques que todavía lanza contra un reducto de esos combatientes hmong complican nuestra interacción, que se limita a un intercambio de miradas en las que encontramos una mezcla de desconfianza, interés y extrañeza.


Nuestra dura caminata de tres días a treinta grados entre selváticos montes y pequeños riachuelos nos lleva a pueblos que carecen de pavimento, electricidad o agua corriente. Cráneos de monos o pezuñas de águilas cuelgan en las puertas de entrada de las casas para espantar a los malos espíritus.


En la aldea de Ban Long Yuak, una fuente al aire libre ejerce como epicentro de la vida de la comunidad, que se concentra en ella al atardecer. Mientras una mujer envuelta en una escueta tela se enjabona bajo el chorro de agua, un señor lava con ahínco la ropa del día de trabajo y una anciana limpia el arroz que preparará para la cena de la familia.


Entretanto los turistas tratamos de colarnos sin llamar mucho la atención para darnos una pequeña ducha, pero todo intento es en vano: el desfile de cuerpos blancuzcos en bañador atrae las miradas de los aldeanos, que se asoman por las ventanas sin disimulo para asistir al espectáculo.


Al caer la noche refresca, pero el licor de arroz nos hace entrar en calor. Debatimos sobre la experiencia, que nos ha llevado más allá de los límites de nuestra zona de confort, nos ha enfrentado directamente con la pobreza extrema de estos pueblos y nos ha hecho cuestionarnos la forma en la que el turismo se acerca a ellos.


Cuando regresamos a Luang Prabang nos damos una larga ducha caliente, salimos a cenar pizza, nos tomamos una copa de vino blanco. Recorremos las galerías de arte, los bellos templos que se suceden en la ciudad, los cafés que ofrecen croissants, las boutiques que venden en dólares los textiles que bordan los hmong en las montañas. Puede que hayamos vuelto a donde estábamos. Puede que no.


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